lunes, 12 de enero de 2015

LA CARICIA HELADA


Juan escribía. no sabía si lo hacía bien o mal; pero no podía resistir la tentación de escribir. Juan creía que la vida y la escritura se parecían mucho. Su vida y su escritura. Aquella noche, después de haber querido escribir algo y de haber desechado cada intento, con su habitual desprecio hacia su obra, Juan se había quedado dormido y había soñado. Sus escrúpulos para con la tinta y el papel le mostraron a alguien que quería sacarle sus manos si él no lograba escribir una buena historia. Lo primero que hizo Juan en cuanto se despertó, fue mirarse las manos. Las sintió muy frías, como si las hubiera tenido sumergidas en agua helada. En su sueño, la sombra que quería sus manos, no había dejado de acariciárselas ni un instante. Si Juan aceptaba el reto y las reglas del juego, aquél mismísimo sueño le podía despertar alguna buena historia para no perder sus manos. Dos tortugas muertas. Dos arañas. Dos manos hermosas. Sus manos. Pero Juan ya sabía lo que solía ocurrirle a sus ideas. Sucumbían sin remedio en cuanto llegaban al papel en blanco. Cada letra de tinta se le presentaba como una letra de mediocridad. A veces, Juan sentía lo mismo por los latidos de su corazón. Si las cosas seguían así, Juan ya había perdido sus manos. La criatura del sueño ya se las había ganado. Juan ya se las había cortado y se las había entregado. Pero ahora era distinto. Juan quería a sus manos y no quería perderlas. Repentinamente, Juan sintió que algo se estaba moviendo en su interior, además de sus vísceras. Lo habían desafiado y él esta vez no quería perder. Después de todo, escribir una buena historia no podía ser tan difícil como le había estado resultando. Juan parecía haberse descubierto las manos por primera vez. Repentinamente, parecía estar enamorado de ellas. Pero sus manos seguían muy frías. Y la caricia helada no las soltaba.